La autonomía universitaria tiene una rara peculiaridad: ha
contribuido a que la universidad haya avanzado positivamente desde la
aprobación, en 1983, de la Ley de Reforma Universitaria (LRU); sin
embargo, la falta de experiencia en autogobierno, lógica en una
institución que estaba regida por normas del "viejo régimen", unida a la
existencia de intereses personales y gremiales, han conducido a un no
excesivamente correcto desarrollo de su autonomía recogida en el
artículo 27 de nuestra Constitución.Existen razones suficientes que
aconsejan la revisión de la LRU; no obstante, es difícil que ésta se
produzca, ya que el Partido Popular tendría que asumir algunas
reivindicaciones históricas de sus socios nacionalistas, principalmente,
en temas tan polémicos como son los que afectan a los procedimientos de
acceso y promoción del profesorado. También el tercer ciclo está
necesitado de una reforma rigurosa que, entre otros aspectos, impida la
excesiva proliferación, de programas de doctorado, demasiado
especializados, con pocos alumnos matriculados (a veces, uno o dos, o
ninguno).
Sin embargo, en estos momentos, hay algo que debe merecer nuestra
atención porque nos jugamos mucho, tanto la universidad como la sociedad
a la que se debe: es la situación en la que se encuentra nuestra oferta
de títulos universitarios, así como los contenidos de los diversos
planes de estudio que se han elaborado con objeto de su reforma. En este
sentido, hay que admitir que el proceso "se nos ha ido de las manos", y
que el grado de insatisfacción es muy elevado, por diversas razones,
tanto en el alumnado como en el profesorado, ya que el legislador
cometió errores tales como el de generar más títulos de los necesarios
y, sin embargo, no estableció los adecuados "itinerarios curriculares',
para interconexionar títulos afines. Las universidades, sin excepción,
tampoco hemos desarrollado correctamente la troncalidad establecida en
las directrices específicas de cada plan de estudios; hemos luchado
duramente por la "conquista del crédito" dejando a un lado la coherencia
de los planes, y, lo que es peor, con el asentimiento o inhibición por
parte de los alumnos.
Con este panorama, es necesario reconducir el proceso. No se trata de
hacer una "contrarreforma", sino de corregir algunos de los defectos
más perniciosos que ha tenido la reforma: el excesivo número de
asignaturas por curso; el aumento, en principio inesperado, de las horas
de teoría, ya que el legislador establecía un máximo de 15 por semana;
el bajo número de horas de prácticas y de seminarios. Éstas y otras
desviaciones han conducido, en gran parte, a que el fracaso escolar de,
las primeras promociones de la reforma esté siendo muy elevado, y a que
la formación de los alumnos no sea la adecuada.
Finalmente, a modo de resumen y reflexión, merece la pena detenerse
en algo que puede tener gran importancia: el legislador que elaboró la
LRU o la reforma de los planes de estudio puso en manos de las
universidades unos marcos de referencia, más que discutibles en algunos
aspectos, pero que dejaban un amplio margen de maniobra a las
universidades para que ejerciéramos nuestra autonomía. Por ello, puede
ser adecuado y procedente formularse la siguiente pregunta: ¿hemos hecho
un uso correcto de nuestra capacidad de legislar? Probablemente no.
Aprender de los errores cometidos y no transferir toda la
responsabilidad a los que han promulgado las leyes, como se ha hecho
históricamente no asumiéndose responsabilidades propias, debe ser el
inicio de una nueva etapa en la que el grado de madurez alcanzado nos
permita erradicar intereses particulares o de grupo, en beneficio de la
correcta formación de nuestros alumnos.
Gabriel García Sánchez es catedrático en la U. de Murcia.